Buscamos. Todos buscamos. Reclamamos a gritos lo que no somos capaces de encontrar, lo que nos incomoda, lo que una vez perdimos.
No damos tregua. Gritamos a veces, tiramos, tensamos la cuerda para ver hasta donde aguanta, para ver hasta cuándo dura, para ver, simplemente, si una vez más tenemos razón en lo que nos empeñamos en recordar y en arrastrar hasta un presente que nada tiene que ver con lo que pasó entonces.
El ciclo que siempre se repite, siempre. La incertidumbre que no puede agarrarse a nada que prometa ser firme y seguro.
La fe en esa promesa solo dura un tiempo, algunos días, semanas quizá, puede que algunos meses en los casos extremos. Y digo casos como si fueran varios, y para qué mentir si, puestos a decir la verdad, sólo ha ocurrido una vez.
Después llega la náusea, la duda, la violencia, el abuso, la huida. Ya viene, lo conozco. Y no conozco nada, en realidad, tal vez por eso venga, a partirme los labios de certeza y a romper esos puentes donde nos encontramos.
En pie entonces. Los ojos se preparan para rehuir cualquier intromisión. Los músculos se tensan, la piel se enfría, el corazón se esconde entre un par de costillas, presiona, se escabulle, evita el vuelo.
Las palabras se afilan y la cintura deja el hueco en el costado, el hueco que pretende que se quede vacío. Toma la forma ya del abandono.
Y es la mirada entonces la que se deja ir, se marcha arriba, allí donde nunca podrá quedarse con los ojos huyendo. Asciende sin parar, toma forma de párpado y de sonrisa a medias, pero se va, se ha ido. Los que lo saben ver son un incordio, porque preguntan, llaman, y pretenden que vuelva.
La mirada se va, pero se quedan ecos desde las manos, desde la voz que grita o que suspira. Hay indicios, hay signos, de verdad que los hay, no todo es calma aparente y falsa paz y tecleos agónicos. Hay pinchazos, vaivenes, lanzas al rojo y calles transitadas. También hay gritos o amagos de carrera o dientes afilados.
Y tras la descripción del mecanismo, instrucciones de uso: ¿qué hacer cuando se activa, y te notas el hueco del costado, y se encoje la sangre y se vierte adrenalina a chorros en las venas?
Hay algunas opciones que nada tienen que ver unas con otras: puedes dejarte ir, y volver a marcharte y dejar todo atrás más tarde o más temprano. Esta es la costumbre, la más recurrente, la más utilizada hasta la fecha, la más fácil y menos dolorosa, la peor.
O puedes sacar unas esposas, anclarte los tobillos al asfalto y sentarte a esperar. Esperar una isla, un libro o una tarde de dos. Esperar otro cuerpo que incorpore a la curva en la cintura una mano apoyada, un brazo rodeando una plaza que se queda.
En una barandilla, en un banco, en la curva de un labio o de un camino, quedarse y comprobar - aunque cueste equilibrios y banderas y paces - la cintura completa, sin abandono alado ni corazón pequeño.
Ruiz. B.
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