De día habría sido imposible. Ahora sí, ahora que el orgullo y el miedo y la distancia tejen calma aparente (y no tan aparente, ya era hora) y licúan la luz, de vez en cuando...ahora es imposible, de día no, no puedo. Ni siquiera lo pienso, vivo y sonrío, no hago ya otra cosa, vivo, sonrío, camino hacia delante y ni siquiera vuelo.
Pero de noche...de noche cambia un poco. Cuando todos se han ido y quedas tú con un libro en las manos y una rosa amarilla entre las piernas esperando algún viaje o un retazo de sueño. Y empiezas a leer y dejas que la mirada vague un rato sobre unas líneas que ya no comprendes ni quieres comprender, ni te interesan, porque, por un instante que te concedes involuntariamente, lo incomprensible vuelve. Y quieres a deshora. Y piensas, por ejemplo, en el calor que tienes y coges unas llaves, "metal frío", caja, cartel y latas y papel y promesas (con chocolate y té). Solo piensas, ya nada languidece, las manos aferradas a la portada dura, no vaya a ser que tiemblen. Es una concesión, supongo, de noche a mundo. Piensas en las alarmas, en los álbumes, y en un París al que nunca fuimos y al que probablemente nunca vayamos. O quizá sí, quién sabe. Y traspasas el límite y las tapas del libro ya no sirven y buscas otro tipo de asas que apretar y piensas que pensaste y que ya basta. Entonces cierras los ojos y los abres y fijas la mirada otra vez en las letras. Y esta vez sí las ves, como si fuera de día y no de noche y pudieras leer bien. Las ves como si todo siguiera igual. O, al menos, como si todo siguiera.
Ruiz. B.
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