sábado, 10 de septiembre de 2011

Cambios. Parte VII.

Olvidada pureza, cómo quisiera rescatar
ese dolor de Buenos Aires, esa espera sin pausas ni
esperanza.
Solo en mi casa abierta sobre el puerto
otra vez empezar a quererte,
otra vez encontrarte en el café de la mañana
sin que tanta cosa irrenunciable
hubiera sucedido.

Julio Cortázar


El reencuentro.


Ella ya-sabía-que-esto-iba-a-pasar, además era algo que cualquiera-podría-haberse-imaginado, y seguramente no-le-extrañase-a-nadie.
Y sin embargo fue mucho mejor.
Parecía que las calles avanzaban a un ritmo frenético que dejaba muy por detrás la vida a sus espaldas. Eran sólo dos pares de miradas que mecían la fuerza de batallas centenarias. Un lustro, casi dos, habían sido necesarios para volver a aquel mundo clausurado. Todo había cambiado, las cosas que nunca volverían a ser como antes, o que simplemente nunca volverían a ser, les acompañaron en aquel paseo robado, a través de calles de tránsito y vacío.
Hablaron de los vuelos, de los besos, de los profesores de aquella vida deslunada, de aquel intervalo odiado y eterno, de la ausencia, de los sueños.
Abel, como clásica prolongación de su risa, ejercía victorioso, serio y grave la tarea de lo lento.
Ninguno sabía de la luna. Ni del agua en las fuentes. Ni del metro.
Llegó como las flores, de repente. Y vaciaron la historia muy despacio, apenas pellizcándola con las yemas de los dedos, para no hacerle daño. Para no hacerse daño. Guiando su aventura de áspero septiembre, la imprudencia del mundo.
Y así como volvió -  la ternura en los ojos, y aquellos labios de servilleta rota - ya se había ido.


Ruiz. B.


No hay comentarios:

Publicar un comentario