martes, 24 de julio de 2012

Veleta.

Pero vienes ¡demasiado tarde! Ya he enrollado la noche de mi cuento en el estante.
F. G. Lorca

En el asiento trasero cierra los ojos, alguien enciende la calefacción por error. Demasiado calor, mucho ruido. Alguien la apaga y el sudor deja de correr por su espalda. Árboles veloces detrás de la ventana, una mano pequeña señalando las ramas. Llegan a su destino, les esperan. Descansan un instante. Caminan sobre la tierra, el camino es árido y está apenas trillado, pero el cielo está limpio y sopla el viento y se oyen risas lejos y huele a lavanda. Y a la vuelta se sientan y charlan de cualquier cosa, y esperan cualquier cosa. Y, mientras llega la cena, se da cuenta despacio de todas las estructuras: las rotas, las nuevas, las heridas, las ausentes, las de vuelta. Se ensamblan como pueden, cada día una distinta. Se ensamblan como quieren, a golpes algunas veces, muy suavemente, otras. Y entonces alguien le habla de una suma y de la felicidad y hace un resumen maravilloso de algo obvio que muchas veces olvidamos. Y en ese instante recordó una vez más un puente, uno de tantos, y supo que era cierto a medias y trajeron vino blanco muy frío con gaseosa y encajó aquella noche como el verde a las hojas.

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